Investigadores del sonido
La Fundación Mussa lucha para que la musicoterapia clínica se integre en el tejido sanitario español y se reconozca como categoría profesional
LEYRE PEJENAUTE Bilbao 6 FEB 2012
Que la música tiene la capacidad de generar respuestas emocionales en el ser humano es un hecho indiscutible. La diferencia entre una actividad musical cualquiera y la musicoterapia es que esta última trabaja a partir de los sonidos del paciente, de su musicalidad y sus vivencias. Así, el ritmo se asimila a lo biológico, la melodía a lo emocional y la armonía al intelecto y a la lógica. Resulta complejo de explicar incluso para Aitor Loroño, médico homeópata y musicoterapeuta que lleva muchos años luchando para que esta disciplina se abra un hueco en el tejido sanitario español.
Aitor Loroño toca piano, acordeón, flauta, percusión y “menos cantar”, lo que le echen. Viene de familia de músicos, estudió Medicina y lleva toda su vida sintetizando los dos conceptos. Desde 1986 dirige el Centro de Investigación Musicoterapeútica de Bilbao (CIM), uno de los primeros en ofrecer postgrados en musicoterapia, todos ellos títulos propios no homologados. El único máster oficial en España se imparte en la Universidad Católica de Valencia. La Fundación Mussa, de la que Loroño es vicepresidente, nació hace un año precisamente por esa necesidad de contar con una entidad jurídica que gestionase las prácticas y proyectos de los alumnos de Bilbao y de otros centros una vez finalizada su formación.
La presentación oficial de Mussa tuvo lugar el pasado jueves en el Conservatorio Superior de Música de Bilbao con la colaboración del violonchelista de la Orquesta Sinfónica de Euskadi, Asier Polo. Sobre la mesa, dos objetivos claros: conseguir financiación para los dos proyectos que tienen en marcha, Hathos y Euterpe, y avanzar hacia el reconocimiento de la profesión en toda España. Actualmente, solo Cáceres reconoce la figura del musicoterapeuta como una categoría profesional. Uno de los responsables extremeños de Sanidad impulsó la iniciativa después de que su hijo autista recibiese tratamiento con musicoterapia.
La propia presidenta de Mussa, María Jesús del Olmo, se formó en el CIM y trabajó duro para allanar el camino. Primero introdujo la musicoterapia en la Universidad Autónoma de Madrid, dentro de la facultad de Medicina, y después logró un convenio de colaboración con el madrileño Hospital de la Paz. Su tesis doctoral versó sobre el efecto de la música en los recién nacidos, y demostró ante un tribunal científico que sus constantes vitales, cardiacas, de temperatura y oxigenación mejoraban con la música.
El germen del proyecto Hathos lo explica Carlos, un profesional con 20 años de experiencia en musicoterapia con niños autistas y ancianos con alzhéimer y demencia senil: “La naturaleza no verbal de la música, íntimamente ligada a nuestro subconsciente, facilita la comunicación y estimula la capacidad de evocar”.
Diversas investigaciones clínicas también demuestran esta influencia beneficiosa sobre la salud física y psicológica de los pacientes con enfermedades crónicas como la fibromialgia, a quienes va dirigido el proyect o Euterpe, en colaboración con el Hospital de Cruces.
La Fundación Mussa ha presentado estudios que demuestran que la musicoterapia aumenta la tolerancia al dolor, disminuye el estrés y mejora la calidad de vida del paciente”, cuenta Loroño: “Hemos tratado de recabar financiación pública, pero es complicado. La sociedad solo da dinero si quieres demostrar algo a nivel científico y eso deshumaniza la asistencia. Los pacientes están por delante de la ciencia abanderada por la medicina convencional”.
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‘Hathor’, la música que evade del olvido
Nadie indica cuándo empezar y acabar. No hay pautas ni guión, solo la música que fluye y transfigura los rostros de seis ancianos que, al menos por un rato, olvidan el limbo de olvido al que les ha condenado el Alzheimer.
Una vez por semana, el centro Sanitas Residencial de Barakaldo acoge sesiones de musicoterapia clínica enmarcadas en el proyecto Hathos de la Fundación Mussa. Trabajan en grupos de cuatro a seis personas y en sesiones de 40 minutos. Epi y Matilde, casi veteranas, aguardan sentadas e inquietas que comience la sesión de hoy. Para Celes, Dora, Consuelo y Valdo es el primer día, y entran a la sala mirando los instrumentos musicales con recelo y curiosidad.
El musicoterapeuta a cargo de la sesión comienza pidiéndoles que cierren los ojos mientras toca una mansa melodía con su guitarra. Se acerca a cada participante tarareando su nombre al son de la música y los ojos de los participantes se iluminan a través de la niebla que empaña su memoria.
El tratamiento geriátrico busca la acción activa-participativa, de ahí que el siguiente paso sea repartirles instrumentos, la mayoría de percusión, para improvisar melodías. Los ancianos, muy apagados al inicio de la sesión, se incorporan en sus sillas y se implican en el ritmo. Cuando el musicoterapeuta toca los acordes del bolero Bésame mucho, Matilde se arranca a cantar y una lágrima rueda por la tez arrugada de Dora. Epi, con una gran sonrisa, mueve sus dedos como si tocase el piano.
Todos son chequeados antes y después de cada sesión y todos salen más relajados y animados, con sus constantes vitales mejoradas y la mente más lúcida. El efecto les dura lo que dura la nieve sobre el asfalto ahí fuera. Pero todos tienen ilusión por repetir la próxima semana.
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